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La provincia de Huelva (Andalucía, España) se encuentra en la zona suroccidental del país, limitando con las provincias de Sevilla, Cádiz y Badajoz y formando frontera con Portugal. Geográficamente comienza al norte con las primeras estribaciones de Sierra Morena, al oeste con el Río Guadiana y al sur con el Océano Atlántico. Conformada como provincia en el siglo XIX tiene una historia que comienza con algunos de los poblamientos más antiguos de la Península Ibérica y que encuentra su cénit en el tramo final del siglo XV, cuando la marinería del eje que conforman los ríos Tinto y Odiel contribuyó de manera activa a la exploración atlántica y del continente americano.
En la techumbre que cubre el escenario de la Plaza Don Miguel Raya reposan olvidados una colección de balones de distintos tamaños. Algunos de los colores que en otra vida vibraron con la energía de la niñez ahora encanecen por castigo de un sol que Dios sabe cuanto tiempo les lleva alumbrando. Ellos también son la historia de un barrio que ha visto jugar y crecer a más generaciones de las que se pueden contar a simple vista. Siempre en esta plaza, punto de encuentro que continúa revalidando su título como centro neurálgico a pesar de los años y de los cambios, que son muchos. Poco queda de ese barrio de calles sin nombre ni asfalto que sobrevive en la memoria de sus vecinos más antiguos. Ya las calles no se inundan y ni se llenan del barro que arrastra el cabezo cada vez que llueve. Y es que ha llovido mucho. Cualquiera que atraviese el Molino de la Vega es capaz de percibir que, aunque su apariencia sea la de un vecindario joven, sus calles respiran la solera y la idiosincrasia de un barrio con historia.
El Molino está hecho de gente de toda la vida que nunca es capaz de irse, pero también de los que no han podido evitar volver y de los que llegan tarde y deciden quedarse. Genera un sentimiento de pertenencia entre sus vecinos que se contagia y te invita a participar, aún sin quererlo. Lo sabe cualquiera que se haya tomado una cerveza en La Canalla, o en alguno de los bares de la recientemente peatonalizada Calle Adriano. Allí, los mediodías de los sábados se eternizan mientras el sol se cuela entre las hojas de los naranjos y los niños descansan de sus padres jugando en 'la Don Miguel'.
Lo sabe quién ha probado las torrijas del Villar y lucha incansablemente en contra de su estacionalidad.
Lo sabe quién ha desayunado churros en el Patrón después de salir del Centro de Salud y quien ha sentido el orgullo de pasar del 'cole amarillo' al 'cole verde'.
Lo sabe quién lo ha visto crecer y aún hoy sigue batallando por hacerlo mejor. Cuesta trabajo aparcar, sí. Pero es tan bonito ser del Molino que al que tiene esa suerte ya ni le molesta.